EL DÍA QUE EL PATRÓN DEJÓ DE COMER DE NUESTRA POBREZA

Mis primeros recuerdos de una marcha no nacen en un libro, ni en una pantalla, ni en un discurso de aniversario. Nacen en la mente de un niño que caminaba al ritmo de los pasos duros de su padre. Corrían los años ochenta y en Apurímac las ojotas y sombreros florecían.

La Plaza Micaela Bastidas, ese cruce de historia y dignidad, era testigo. Allí estábamos: mi padre, un campesino comunero de Cotaruse, Aymaraes y yo jalado de su mano o en sus hombros. Él había sido elegido por su comunidad, para representarlos. Representó a su distrito, luego a su provincia, y finalmente a toda una región. Así nació la Gloriosa FARA, no en un escritorio, sino en colchones de totora, con caldo compartido y sueños sin techo.

Esa noche, luego de la marcha, hubo olla común. No porque fuera moda “gastronómica comunitaria”, sino porque era la única forma de resistir con el estómago caliente. Los congresos no se hacían en hoteles; se hacían en patios con velas y arawis, con arengas en quechua y castellano, y con una fe de piedra.

Por eso escribo. Porque no se puede hablar del Perú sin nombrar al campesino. Sería como hablar de la música sin mencionar la zampoña, o de la historia sin Micaela. El campesino no solo siembra papas, siembra futuro. No solo cultiva maíz, cultiva territorio. No solo cuida la tierra, la defiende cuando llegan las transnacionales a ofrecer progreso con veneno.

Y es que sin él, señora y señor de escritorio, usted no tendría qué llevarse a la boca. Sin él, no existirían las universidades ni la carretera que ahora recorre para tomarse selfies en Andahuaylas o Chincheros. Sin él y sin ellas, nuestras hermanas del mercado, los barrios rebeldes, el magisterio que nunca se arrodilló, Apurímac seguiría siendo feudo y no región.

Hoy es el Día del Campesino. Y no, no es una fecha para poner huaynitos de fondo mientras los ministros reparten sombreros, chicha morada o certificados. Es un día de dignidad con cicatriz. Un recordatorio de que hubo una vez un General Juan Velasco Alvarado que se atrevió a mirar al indio a los ojos y decirle una frase que debería tallarse en cada escuela de la sierra:

“El patrón ya no comerá más de tu pobreza.”

Esa frase no es consigna. Es sentencia. Y aunque hoy la oligarquía disfrazada de tecnocracia haya intentado maquillarla de “ineficiencia” o “populismo”, cada hijo de campesino que hoy estudia en una universidad pública es la prueba de que sí se puede romper la historia con arado y lápiz. Hace menos de un siglo, ese mismo indio tenía prohibido aprender a leer. Hoy, sus nietos escriben libros, dictan clases, hacen leyes, y, si no nos dormimos, gobernarán con justicia.

Así que este no es un día de folclor ni de desfile. Es un día para recordar que el campo es la columna vertebral del país, aunque muchos insistan en doblarla. Es un día para abrazar la tierra, con gratitud y sin vergüenza.

Hoy, más que fiesta, toca reivindicación.

Por la patria.

Por la tierra.

Por los que caminaron antes que nosotros.

Un abrazo campesino.

De esos que no necesitan palabras, pero cambian el mundo.

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